Un lugar...

Si de mundos imaginarios se trata So… Yo quiero ahora pensar el mío. Mi ideal de planeta para caminar. Con o sin banda sonora.

Quizás no me hubiera imaginado que existían realidades tan distintas de no haber visto “The L Word”. Las protagonistas de la serie son un grupo de amigas que viven en Los Ángeles, en West Virginia, un barrio… de gays. Sip. Un barrio en el que la mayoría de sus habitantes son gays. Hay bares, restaurantes, boliches, librerías, centros culturales donde la mayor cantidad de sus habitués son parejas de personas del mismo sexo. Lugares donde nadie te mira raro por besar a tu novia o caminar de la mano de una persona de tu mismo sexo. Lugares donde es normal que los niños tengan dos mamás o dos papás. Lugares donde no te preguntan si tenés novio, te preguntan si tenés pareja. Conversaciones en las que no se habla de “mi marido” o “mi mujer”, se habla de “mi compañero/a”.

“Flaco, no quiero que te calientes mirándonos, es mi novia, la amo y quiero poder darle un beso sin que vos nos estés deseando”- me contó Guille que una amiga le dijo a un pibe en un bar en Colombia. Y yo le contaba de cómo con Batu nos referíamos a esa gente con una sola frase que era “Nos miran”. El “nos miran” para nosotras siempre que tiene un tono de fastidio es porque nos referimos a ese tipo de miradas machistas de los vagos que les parece hot que dos minas se besen. Yo quiero vivir en un lugar donde esas miradas no existan; donde no sea ni divertido, ni raro, ni digno de voltearse ni de codearse que dos mujeres estén abrazadas en una plaza; donde los comentarios sean “que lindo, están re enamoradas” o “que linda pareja que hacen” o “mirá que tiernas como se miran” y no “cualquiera, son dos minas”.

Yo quiero vivir en un lugar donde se conciban otras formas de ser feliz, donde se crea en las relaciones humanas desprendidas de la naturaleza, porque los humanos somos mucho, MUCHO más que seres biológicos. Donde no se recurra a argumentos naturalistas que señalen la reproducción como la única función humana, como si en este mundo no podrían dejarse huellas de otras formas. Donde no existan los discursos moralistas que pauten una biografía de vida ideal a seguir, como si hubiera una edad y una forma para cada paso en la vida de las personas. Yo quiero vivir en un lugar donde se festeje el amor, sin importar los sexos; donde se celebre el encuentro de los espíritus, sin importar las formas de sus cuerpos.

Yo quiero vivir en un mundo donde los papás no se avergüencen de tener un/a hijo/a gay, puedan contárselo a cualquiera, y lo mejor, que ese cualquiera no se apene al escucharlo, sino que solamente pregunte si su hijo/a es feliz. Y ya que estamos hablando de ideales, también me gustaría que en este mundo la gente no se mida por números. Que no importe cuántos años tiene, cuántos de carrera hizo, y cuántos le faltan, cuántos años hace que trabaja y cuánto gana. Y tampoco por las típicas jerarquizaciones que definen al “buen partido”: es médico/a? Abogado/a? Ingeniero/a? es masculino, todo un hombre? Una mujer, bien prolijita? No, es divertido/a, fiel y es la compañía ideal para el viaje que cada día realizo en mi vida cotidiana. No es acaso eso más importante?

Y para cerrar con los ideales me encantaría combatir la frase de “no existe la amistad entre el hombre y la mujer”. Me resulta divertido pensar que esa frase se reemplace por “la amistad existe hasta que cualquiera se enamora”. Hasta que el espíritu de uno estalla en ganas de besar al otro, hasta que uno siente que jamás podría vivir sin el otro, hasta que al amor es tanto que no entra en un cuerpo y pretende atravesar el otro. Sean nene – nena, nene – nene o nena-nena.

El poder simbólico del vocabulario. Ese reemplazo significaría admitir que los vínculos entre los humanos son tan hermosos como complejos y tan profundos como impredecibles, y que, llegado el momento en que logra liberarse de conceptos, tiene el poder de atravesar mentes, cuerpos y espíritus.